Conejo.
- Flavio F.
- 20 dic 2017
- 2 Min. de lectura
El día que el conejo murió ambos sabíamos que había acabado todo. Uno pretende, o ambos pretendíamos, que existía algo más que el conejo, pero no, era solamente esa vida la que nos unía.

Un sábado en la mañana nos encontramos en las piedras de siempre junto al río, hablamos y caminamos un par de cuadras cuando aquel payaso colorido interrumpió nuestro trayecto. Nos saludó, bajó su bolso, hizo malabares un par de minutos, nos pidió una colaboración, a la cual accedimos con gusto, y se alejó haciendo malabares de una manera tan hipnótica, que no pudimos apartar nuestra vista hasta que fue imposible de divisar. Al despertar de aquel pequeño vuelo tomamos conciencia que aquel colorido payaso había dejado su bolso atrás, con nosotros. Naturalmente nuestra curiosidad nos venció y nos vimos tentados a ver su interior. Estaba vacío, salvo por un pequeño conejo de color café claro. La esperanza de encontrar a su dueño nos pareció casi nula. Después de unos días consideramos dejarlo ir pero ambos sentíamos una calma única cerca de la presencia de tan noble animal, así que decidimos cuidarlo nosotros. A ambos nos entusiasmaba la idea y nos dividimos el trabajo por turnos de una semana, y así fueron nueve semanas.
Al conejo lo maté yo, justo el día anterior a su turno lo envenené, esperando que muera dentro de unos días justo a la mitad de su semana. No aguantaba más esa estorbosa rutina y la dependencia de un inmundo animal, tampoco aguantaba verle todos los días, su presencia se tornó tan molesta como el mismo conejo.
Desde luego fingí asombro por la “lamentable” noticia, pero a pesar de las lágrimas compartidas surgía una sonrisa interior que no se limitaba a la satisfactoria ejecución de mi maquiavélico plan, sino que se extendía al dolor que pude apreciar en sus ojos al dejar ir al animal. Esperaba que después de tan estrepitoso suceso no tuviera que volver a verle, y que mi rostro le recordara una imagen de un pequeño e inmóvil bulto habano entre sus manos, mojado por las lágrimas de tan trágico suceso. Para mi sorpresa no fue así. A mi juicio nuestro vínculo se limitaba a la responsabilidad sobre una vida, pero, no me mostraba indiferencia, parecía haber olvidado la verdadera génesis de esta situación. Osaba mantener en la tierra al espíritu de ese inocente animal con mi compañía. Me sentí acorralado. Tuve que actuar, seguir ese juego; el de un conejo que no existía más. Días, semanas y meses, solo me preguntaba hasta cuándo se prolongaría tal terrible existencia. Pasado
Al no ver salida de aquella asfixiante situación, me detuve en el filo de aquel blanco puente, dispuesto a entregarme al frío vacío que me permitiera volver a empezar. Cuando alcancé a divisar de nuevo al mismo payaso cabrón en las orillas del río repitiendo la misma jugada, malabares frente a dos y un bolso con un conejo. Volví a la vía, regresé caminando a casa dispuesto a aprender malabares y criar conejos.
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